“Hay que darle un sentido a la vida, por el hecho mismo de que carece de sentido”. Henry Miller (1891-1980) Escritor estadounidense.
Todo empieza antes de empezar. Lo biológico se gesta entre el deseo de una, dos o más personas y desde allí nacen y crecen los seres que acuden a nuestras escuelas, salas de psicomotricidad o gabinetes de psicología.
Pero cada ser nace desde el sentido que le quisieron dar aquellas mentes y cuerpos que los crearon. Los niños, nuestros niños, pueden entonces tener sentido o no. Ser deseados o no. Instrumentalizados o no. Y en el mejor de los casos, entre los deseados hay tantas formas de ser deseado…
¿Por qué tener un hijo? ¿Hay alguien que pueda responder sin intentar reparar el pasado en el presente? ¿Hay alguien que realmente sepa el sentido de lo que hace? Supongo que sí, en parte.
Las relaciones humanas son tan complicadas, tan ocultas y profundas para la explicación, que muchas veces están cerradas a nuestra consciencia y razón. Lo vital empuja con fuerza, la piel pesa y pide con insistencia, los demás nos influyen digan o no digan y a veces basta con observar o estar en el entorno para ver que nos encamina hacia una dirección,…
Queremos ser como los otros, pues esto nos da un halo de normalidad, así que lo que tienen los otros a veces nos sirve de guía para establecer nuestras metas o nuestros errores.
Pero dentro de esta normalidad hay decisiones terribles dentro de una lógica perversa. Un lógica que para nosotros tiene sentido y que es una solución de compromiso entre todo lo que nos influye. De todo lo que nos pasa y tratamos de digerir con nuestros limitados recursos.
Por ejemplo, hay personas que no quieren tener hijos pero que los tienen. Quizás no se dan cuenta que el sentido de sus actos marcará el futuro de esos actos. En esta vida nos falta sentido y nos sobra biología.
¿Podemos explicarnos con sinceridad un sentimiento? Esto es importante ya que según como interpreten esa decisión tomada de tener un hijo, echarán las primeras cartas del desarrollo de su niño.
Algunas mentes piensan que lo hacen por amor a su pareja y entonces dialogan con su mente en vez de con la otra mente interesada, su pareja. Su voz interna dice: “Es lo que él desea y yo lo quiero a él. Me sacrificaré por amor”. Y viven de su realidad amorosa.
Otras personas no quieren niños pero tampoco quieren perder la posibilidad de ser madres o padres. Es por eso que esperan hasta el último momento y después los tienen o no… “¡Alá! ¡Venga me animo y adelante!”.
Tener un niño no es sólo gestarlo y criarlo. Es mucho más que eso, es una relación de por vida y que nos transforma. Ya nunca vuelve a ser igual que antes. Hay que tener la capacidad de contener y sostener al niño, de soportar sus estados de agitación, la angustia, la ansiedad cuando llora, cuando pide, cuando hay que calmarle. De interpretar en positivo sus demandas y ajustar el tono muscular para entrar en relación. Y esto asusta.
Me encuentro con muchas mujeres que llegan a los 34 años, y se hacen preguntas, se ven enfrentadas entre su estilo de vida, cómodo, consumista e independiente con lo que ellas llaman la última oportunidad de ser madres. Hasta aquí bien, es algo que como sociedad hemos alentado en base a la libertad de llevar un tipo de vida u otro.
Pero las cosas no son tan sencillas, cuando uno llega a la encrucijada de caminos ha de elegir, tomar una decisión y aceptar las consecuencias. Y aquí es donde llega el problema. No sabemos aceptar el destino del camino. En una sociedad donde estamos acostumbrados a que casi todo lo podemos tener o comprar, más o menos según nuestras posibilidades, no se toleran bien las renuncias.
No sabemos perder oportunidades, lo confundimos con perder la libertad. Y la libertad no está en poder tener multitud de opciones para elegir sobre las cosas externas sino en el poder obrar o no obrar conforme a nuestra inteligencia y razón.
Tenemos coches, casas, estudios, vacaciones en el extranjero, miles de productos pero no podemos decir que hayamos adelantado mucho en lo básico. Albert Einstein decía que la palabra progreso no tenía ningún sentido mientras hubiese niños infelices.
Es una sociedad que infla tanto el Yo egoísta que resulta muy difícil ponerse en el lugar del otro. Los niños se incorporan a nuestra vida y nosotros no nos incorporamos a la suya. Es por ello que algunos nacen sin nacer. Son una solución de compromiso entre las exigencias biológicas de la edad, de la pareja, de la familia de él o de ella, de la sociedad, de lo normal, de lo que toca, de probar a ver si lo quiero,…
Quererlo, pero bien quererlo. He aquí la gran diferencia. El sentido de nuestro deseo. Puesto que unos sentidos y unos deseos son mejores que otros.
Algunos intentan recrear las vivencias que vivieron en la infancia, otros todo lo contrario. El placer o displacer que vivenciaron de pequeños está mediando ahora en sus deseos. Fíjense entonces en la importancia futura de nuestros actos y como se repiten algunas historias de amor cortado, amputado o cercenado. En la necesidad de ser amados, en la falta nunca satisfecha, algunos pretenden atrapar a su pareja para que les quiera y el niño es sólo su instrumento. ¿Cuántos han tenido un hijo para ver si se salvaba la pareja?
¿Cuál es la fantasía que nutre nuestros deseos? ¿Somos capaces de dar nuestro esfuerzo y tiempo a la necesidad del pequeño? ¿Somos capaces de amar?
Difícil pregunta esta última. Algunos dirán que hay tantas formas de amar como personas hay en el mundo. Y es por esto que tenemos el mundo que tenemos.
No, con amar no basta, es muy genérico. Hay amores que matan, hay amores que odian, hay amores inconstantes: amores fugaces, amores ambivalentes, amores incomprensibles,…
…pero también hay amores tiernos, hay amores desinteresados, amores que son amores…
Bueno, juzguen ustedes si lo que hacen es por un deseo real compartido de amor y además hay una capacidad de sostener corporal y afectivamente a ese bebe que quieren traer a este mundo. No lo hagan sólo por ustedes, o sólo por los otros. Háganlo por todos nosotros (ustedes, los otros y el niño).