“En la cultura, como en la
naturaleza, frecuentemente sistemas que son producto de fuerzas selectivas no
logran sobrevivir, no porque sean deficientes o irracionales, sino porque encuentran
otros sistemas que están mejor adaptados y son más poderosos”. Marvin Harris
“No se trata sólo de que los
padres ya no sean guías, sino de que ya no existen guías, los busquemos en
nuestro propio país o en el extranjero. No hay ancianos que sepan lo que saben
las personas criadas en los últimos veinte años sobre el mundo en el que
nacieron”. Margaret Mead
Vivimos inmersos en sistemas culturales que se miran a sí mismos preocupados por replicarse de la mejor forma posible, pero sin ver ni entender otros sistemas culturales e incluso malinterpretando los avances científicos a nuestro favor.
Hemos de comprender que cada
sociedad y las personas en identificación con un grupo de referencia desarrollan
unas ideas de qué es la infancia y cómo deben ser sus cuidados.
Nuestras prácticas de crianza
obedecen a sistemas de creencias que se han legitimado en pautas de
comportamiento, y estas, lejos de ser verdaderas y eternas cambian con el
tiempo. Al ultra convencido de su sistema recordarle que lo que nos parece
correcto ahora puede verse como erróneo y trasnochado en el futuro. Un sistema “correcto” puede volverse
“incorrecto” en otra sociedad o incluso en la misma con el paso de los años.
A veces, incluso la experiencia
personal marca un cambio en esas ideas que nos persiguen para dar sentido a
nuestra continua construcción de rol de padre o madre. Por ejemplo, es
corriente que los padres y madres primerizos indaguen en libros, por Internet y
en cursos sobre todo tipo de crianzas pero que con la experiencia, en sus
próximos hijos, cambien y se relajen e incluso dejen de lado las pedagogías
libres y del apego o de estimulación.
Para los convencidos ciudadanos occidentales
deberíamos decir que nuestra forma de educar y cuidar no es que sea la mejor ni
la que se deba implantar obligatoriamente en todas las partes del mundo. Nuestra
idea de los derechos de la infancia se debe simplemente a nuestra construcción
histórica.
El desarrollo infantil fluye
inmerso en un sistema dialéctico entre biología y cultura, y en su extraña
complejidad los cuidados están lejos de ser naturales o universales, pues cada
época, generación, cultura o grupo, introduce importantes matices que perjudican
o favorecen determinadas estrategias de socialización. Es por esto que los
cambios seguirán produciéndose, a favor y en contra de los niños, como sucede con
las sucesivas reformas de la enseñanza que imponen los distintos gobiernos
según ganan las elecciones. Los historiadores saben que el “avance” de la
sociedad no tiene por qué ir unido a un progreso beneficioso para la salud o la
libertad del individuo per se y puede muy bien tener retrocesos, épocas
florecientes y épocas oscuras.
Sin embargo, las personas buscan
refugio y seguridad en compartir y extender las ideas sobre la crianza que
consideran mejores. Atrincherados por las propias emociones y las de los otros,
junto a los marcos teóricos desarrollados, se lanzan a una efervescente lucha emergiendo
movimientos en continua pugna. En mi humilde opinión, contraponer conductismo
frente a humanismo, aprendizaje conductual o guiado frente a aprendizaje no
dirigido es simplemente como adherirse a un partido político. No existen los
sistemas perfectos. No es el método o la teoría en sí sino la adecuación de las
medidas que responden a las necesidades del sistema familiar y social. Y digo sistema familiar porque la sociedad occidental
ha girado hacia un etnocentrismo infantil que nos devora. Pone al niño en el
centro respecto al que gira todo a gran velocidad y sin límites. Estamos
creando individuos más narcisistas.
Esta revolución humana viene
sobre todo por el importante descenso de la natalidad. Ahora el ser humano para
llegar a la siguiente generación se lo juega todo a una carta o a dos. Esta presión de ser “los únicos hijos que
tengo” es lo que hace que se les intente dotar de los máximos recursos para que
tengan más posibilidades de progresar entre sus iguales.
En el resto del mundo (y de la
historia) sucede todo lo contrario, los padres tienen muy poco tiempo para
atender, cuidar o estimular a sus hijos. Son los hermanos mayores los que pasan
más tiempo supervisando a los niños que los adultos.
La disminución de la natalidad en
las urbes a su vez lleva implícita una alta competitividad por la alta aglomeración
de individuos en las cada vez más grandes y populosas ciudades.
Desde la ideología que nos posee,
muchas veces cegándonos, se establecen separaciones entre nosotros y ellos, pues
nuestra mente ignorante divide a las personas pensando que los otros son los
equivocados, pero en realidad el cerebro no hace más que responder a diferencias
de personalidad (biología) y a contagios de ideas (cultura), que son fácilmente
transmisibles por la carga emocional que transportan (ambiente): así tenemos
enfrentados a los que hacen colecho contra los que siguen el método de enseñar
al bebé para que duerma solo, a los que usan pañales de tela contra los que
utilizan materiales desechables, a los que consideran que se debe usar
enseñanza basada en la evidencia científica y métodos conductuales contra los
que piensan que los conductuales parcializan al niño no ven su globalidad y lo
torturan porque lo correcto es que los bebes vivan en libertad, …
Al margen de estas espurias
confrontaciones, la idea de los cuidados infantiles occidentales modernos casa
muy bien con la construcción del individuo consumista occidental. La vida que
vivimos, y de la que no podemos escapar, se combina en multitud de productos y
servicios para los niños, pedagógicamente o científicamente diseñados, para supuestamente mejorar o acelerar un
supuesto aprendizaje o también como filosofías del amor y del cuidado para
maximizar la autonomía y felicidad del individuo consumista. Para esta sociedad
el consumo de felicidad es la meta porque el consumo feliz es el motor de su
economía y supervivencia.
Como decíamos anteriormente, los padres
y las madres, en la mayoría de las culturas, es improbable que jueguen con sus
hijos tan extensivamente como lo hacemos con los nuestros. Y menos que les
compren puzles, juegos educativos o les apunten a inglés, ballet y música. En
cambio, en nuestra cultura, pecamos de ese: nunca es demasiado pronto para “socializar”
a los bebés o reconocer su personalidad o darles todo tipo de reconocimientos y
atenciones. Es una sociedad cada vez más individualista y que remarca con
fuerza el Yo y el poder de decisión. La adaptación al sistema es en este caso
enseñar el poder de elección entre tantos productos que comprar y que sobre el discurso de "la
felicidad de la libertad" publicitada, nos acaba llenando de malestar.
Eso que hemos acabado de llamar
“los métodos de cuidado de los niños” no son más que situaciones de aprendizaje
dependientes de las representaciones culturales de los padres sobre las
capacidades biológicas del niño: el control de esfínteres, el paso de la
lactancia a los alimentos sólidos, el gateo y la bipedestación, el inicio del
lenguaje, etc. son manipulados constantemente según las necesidades sociales.
Los estudios de los antropólogos
describen culturas donde los niños no reciben sonajeros, en Fiji a los niños no
se les permite el contacto visual con los adultos, en Papua se anima a los
niños a golpear a perros y gallinas,... la amplitud de comportamientos que nos
pueden parecer aberrantes aquí son la normalidad allí y no tienen porqué
llevar más sufrimiento psíquico pues responden a un ajuste a las convenciones
sociales de su sistema de vida. Llama la atención que mientras nos escandalizamos
de estas prácticas el índice de suicidios puede ser muy alto en países muy
desarrollados a pesar de los grandes cuidados infantiles y la mayor
inversión en educación. La pregunta es: ¿Qué está pasando? ¿Qué se nos escapa?
Nuestro hacer en la breve vida se
versa sobre contenidos culturales, saberes, valores, hábitos, actitudes, normas
y costumbres que son pasados de generación en generación ciegamente asegurando
la continuidad del grupo que los
fomenta.
Los psicolingüistas dicen que el
juego de miradas, vocalizaciones y uso del cuerpo es distinto en cada contexto
cultural: en el medio anglosajón las interacciones entre la madre y el niño son
la principal estrategia de socialización lingüística, mientras que entre los
kaluli y samoanos sucede en interacciones mucho más abiertas con una mayor
cantidad de interlocutores.
Los estudios de los psicólogos
occidentales que estudian el desarrollo del niño y la importancia del juego
materno-filial parecen no coincidir con los estudios de los antropólogos. Mientras
los psicólogos infantiles europeos registran que hasta el 10% de las consultas
de los padres se refiere a problemas en el control de esfínteres y su
aprendizaje (esperan que lo logren sobre los dos años) madres de África
Oriental esperan que sus hijos empiecen este control mucho antes.
Este tipo de cuestiones abren muchas
interrogantes sobre nuestras creencias: ¿Por qué los recién nacidos en Kenia se
sientan sin apoyo a los cuatro meses cuando la mayoría de los niños
occidentales no pueden adquirir estos conocimientos antes del sexto mes? ¿Por
qué en unas culturas los niños duermen con sus padres y los bebes de EEUU
duermen solos? ¿Por qué las madres Beng en la Costa de Marfil decoran sus bebés
con joyas y pintura dos veces al día? ¿Por qué los bebés chinos no usan pañal y
los americanos viven obsesionados con el orinal? ¿Por qué en las favelas
brasileñas a los bebés débiles se les deja morir?
Según el matrimonio de antropólogos
John y Beatrice Whiting el conjunto de valores y normas de una sociedad se
transmiten al niño tan pronto como antes de la edad de 6 años. Y para David F. Lancy nuestro sistema actual
de los cuidados infantiles parece surgir en el siglo XVII de la clase media
holandesa cuando los niños mimados podían ser entrenados a una edad temprana
debido a la abundancia. El resto es lo que ustedes están viviendo…
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