"Será mi sangre una tinta como pocas y mi piel será el papel que guardara mi memoria." (Anónimo)
Estamos rodeados de envolturas, capas que nos ayudan a nutrirnos o que nos desgastan o dañan. La capa más visible es la piel, a la piel se acercan los abrazos, los besos, las caricias, los cachetes, los golpes, el frío, el calor, los sonidos… todo un inmenso mundo sensorial al que se le une poco a poco un significado emocional especial para hacernos felices o infelices.
Toda esa envoltura que nos envuelve, la más cercana la piel, se ve rodeada por otra capa superior en la que a veces no se piensa, que es la piel y las palabras de los demás, la de todas esas personas que nos rodean creando nuestra vida y nuestro universo. La piel y las palabras son por tanto los ladrillos con los que nos construimos.
Aquí con estos dos elementos se inicia la más radical diferenciación entre las personas. Hay quienes desde que se levantan por la mañana a su piel y a sus oídos llegan abrazos precisos, besos sinceros, palabras sentidas de amistad y cariño y hay quien desde que se levanta no siente más que vacío, distancia, frialdad o palabras ásperas y llenas de resentimiento.
Tampoco hace falta que a uno lo traten mal para vivir en un mundo distante, extraño o confuso. Todo se gesta desde la cuna, ahí uno se encuentra con la forma de mecernos de nuestros padres y madres, de la forma cuidadosa o nerviosa de atendernos, alimentarnos o asearnos. Y así de ésta forma tan sutil nos instalamos en nuestros mundos sintientes, únicos y verdaderos, intentando comprender lo que vemos a través de esta piel cuidada y abrazada o dañada por la fuerza o el vacío.
Para vivir y vivirse en la Educación y en la vida hace falta desarrollar una capacidad de AMAR (lo pongo con mayúsculas), que es una sensibilidad para poder ajustar nuestro cuerpo y nuestra comunicación a los sentimientos del otro. Esto es lo que nos enseñan nuestros padres si han tenido la suerte de poder aprenderlo de sus padres o de la vida.
Muchas veces sólo repetimos aquello que nuestros progenitores por sus circunstancias de vida pudieron transmitirnos: sus miedos, sus ideas, su confianza o desconfianza, su amor o su odio, en definitiva su forma de relación.
No es el dinero, ni la posición social, ni la educación en grandes colegios o los títulos universitarios lo mejor que pueden dejarnos para nuestro futuro sino esa capacidad de AMAR para sentir con mesura, con especial sensibilidad y ajuste y así poder transmitir, irradiar el cariño a nuestros seres queridos.
Si uno llevado por un sentimiento de amor abraza muy fuerte y no es capaz de darse cuenta que le está haciendo daño al niño o a la persona que está abrazando, su afectividad puede ser mal entendida. Se envía entonces un mensaje contradictorio y sobre todo un niño se encuentra ante este dilema: “¿Querer es que me hagan daño?” “¿He de esperar que la persona que me ama también me lastime porque me quiere?”
Si uno según su estado de ánimo da inesperadamente besos efusivos y después pasados unos minutos aparta con la mano desairada el acercamiento de un niño porque no le deja ver su programa de televisión favorito. ¿Qué puede esperar de la vida un niño así tratado? ¿Podrá confiar en las demás personas si no puede “fiarse” de sus padres?
El mundo sensorial del que rodeamos a nuestros hijos es lo que va conformando su mente y sus pensamientos. Las caricias, los cumplidos, los reconocimientos, papá, mamá, la abuela, el abuelo, el hermanito o hermanita, los niños con los que se relaciona, las canciones, la alfombra donde se sienta, los juguetes, la guardería a la que va, los columpios, el parque, ,… todo se va registrando en la memoria y va construyendo su historia. La única que él tiene y que dará el sentido o sinsentido a su vida.
Los ambientes y los estados anímicos de los que los rodeamos no son inocuos y son todos muy diferentes dejando huellas mnémicas de por vida (en la memoria consciente e inconsciente). No es lo mismo un ambiente tranquilo, estructurado que un ambiente lleno de ruidos excesivos, gente extraña para el crío entrando y saliendo, o donde debe permanecer atado en una sillita de niños durante mucho tiempo mientras una maraña de estímulos invade la mente en formación de este pequeño.
No es cuestión de aislarlos en burbujas ni de llevarlos a cualquier sitio sino de saber ajustar la cantidad de estímulos y el tiempo de exposición. Como siempre es una cuestión de sentido común y de sensibilidad para “darse cuenta” y sobre todo descentrarse de las necesidades adultas y pensar en la gran responsabilidad que tenemos hacia ellos.
Estamos rodeados de envolturas, capas que nos ayudan a nutrirnos o que nos desgastan o dañan. La capa más visible es la piel, a la piel se acercan los abrazos, los besos, las caricias, los cachetes, los golpes, el frío, el calor, los sonidos… todo un inmenso mundo sensorial al que se le une poco a poco un significado emocional especial para hacernos felices o infelices.
Toda esa envoltura que nos envuelve, la más cercana la piel, se ve rodeada por otra capa superior en la que a veces no se piensa, que es la piel y las palabras de los demás, la de todas esas personas que nos rodean creando nuestra vida y nuestro universo. La piel y las palabras son por tanto los ladrillos con los que nos construimos.
Aquí con estos dos elementos se inicia la más radical diferenciación entre las personas. Hay quienes desde que se levantan por la mañana a su piel y a sus oídos llegan abrazos precisos, besos sinceros, palabras sentidas de amistad y cariño y hay quien desde que se levanta no siente más que vacío, distancia, frialdad o palabras ásperas y llenas de resentimiento.
Tampoco hace falta que a uno lo traten mal para vivir en un mundo distante, extraño o confuso. Todo se gesta desde la cuna, ahí uno se encuentra con la forma de mecernos de nuestros padres y madres, de la forma cuidadosa o nerviosa de atendernos, alimentarnos o asearnos. Y así de ésta forma tan sutil nos instalamos en nuestros mundos sintientes, únicos y verdaderos, intentando comprender lo que vemos a través de esta piel cuidada y abrazada o dañada por la fuerza o el vacío.
Para vivir y vivirse en la Educación y en la vida hace falta desarrollar una capacidad de AMAR (lo pongo con mayúsculas), que es una sensibilidad para poder ajustar nuestro cuerpo y nuestra comunicación a los sentimientos del otro. Esto es lo que nos enseñan nuestros padres si han tenido la suerte de poder aprenderlo de sus padres o de la vida.
Muchas veces sólo repetimos aquello que nuestros progenitores por sus circunstancias de vida pudieron transmitirnos: sus miedos, sus ideas, su confianza o desconfianza, su amor o su odio, en definitiva su forma de relación.
No es el dinero, ni la posición social, ni la educación en grandes colegios o los títulos universitarios lo mejor que pueden dejarnos para nuestro futuro sino esa capacidad de AMAR para sentir con mesura, con especial sensibilidad y ajuste y así poder transmitir, irradiar el cariño a nuestros seres queridos.
Si uno llevado por un sentimiento de amor abraza muy fuerte y no es capaz de darse cuenta que le está haciendo daño al niño o a la persona que está abrazando, su afectividad puede ser mal entendida. Se envía entonces un mensaje contradictorio y sobre todo un niño se encuentra ante este dilema: “¿Querer es que me hagan daño?” “¿He de esperar que la persona que me ama también me lastime porque me quiere?”
Si uno según su estado de ánimo da inesperadamente besos efusivos y después pasados unos minutos aparta con la mano desairada el acercamiento de un niño porque no le deja ver su programa de televisión favorito. ¿Qué puede esperar de la vida un niño así tratado? ¿Podrá confiar en las demás personas si no puede “fiarse” de sus padres?
El mundo sensorial del que rodeamos a nuestros hijos es lo que va conformando su mente y sus pensamientos. Las caricias, los cumplidos, los reconocimientos, papá, mamá, la abuela, el abuelo, el hermanito o hermanita, los niños con los que se relaciona, las canciones, la alfombra donde se sienta, los juguetes, la guardería a la que va, los columpios, el parque, ,… todo se va registrando en la memoria y va construyendo su historia. La única que él tiene y que dará el sentido o sinsentido a su vida.
Los ambientes y los estados anímicos de los que los rodeamos no son inocuos y son todos muy diferentes dejando huellas mnémicas de por vida (en la memoria consciente e inconsciente). No es lo mismo un ambiente tranquilo, estructurado que un ambiente lleno de ruidos excesivos, gente extraña para el crío entrando y saliendo, o donde debe permanecer atado en una sillita de niños durante mucho tiempo mientras una maraña de estímulos invade la mente en formación de este pequeño.
No es cuestión de aislarlos en burbujas ni de llevarlos a cualquier sitio sino de saber ajustar la cantidad de estímulos y el tiempo de exposición. Como siempre es una cuestión de sentido común y de sensibilidad para “darse cuenta” y sobre todo descentrarse de las necesidades adultas y pensar en la gran responsabilidad que tenemos hacia ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario